Josep Miró i Ardèvol, La Vanguardia, 14-10-20
Algunas críticas me asombran. Es el caso de la que pretende descalificar a la juez Amy Coney Barrett como candidata al Tribunal Supremo de Estados Unidos por ser católica. Para ser más preciso: una católica que pretende vivir como tal. El argumento es que no puede ocupar una magistratura pública porque su fe no puede orientar para bien a la justicia.
También me asombra la carta en los periódicos de un profesor que durante cuatro años fue director de una escuela de Cervelló. En ella se vanagloriaba porque logró evitar que los padres matricularan a sus hijos en la clase de religión. He aquí un educador que considera un mérito incumplir la ley. Un mal extendido en la enseñanza pública, tan solo posible porque la inspección y los responsables del Departament d’Ensenyament lo asumen.
Estas formas de pensar destruyen el sentido de la ley y de la democracia porque son incompatibles con ella, y contrarias a los derechos constitucionales.
En el caso concreto de España, el artículo 14 de la Constitución se refiere a la igualdad ante la ley, y deja claro que nadie puede ser discriminado para nada en función de su fe religiosa. También el 16, que en su punto 3 establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. Y queda todavía el artículo 27, que trata de la educación.
Y esto es así porque la sociedad no es laica, sino plural. Y esta diversidad religiosa es reconocida por el Estado en términos de colaboración. Por consiguiente, el espacio público, incluida la escuela, también debe serlo, presididos, claro está, por la exigencia de la neutralidad de las instituciones. En este contexto, laico significa que la institución concernida no asume como propia ninguna de las confesiones, las reconoce, y en ningún caso las excluye. En relación con Dios, el Estado no puede suprimirlo del espacio público-político, porque entonces no sería neutral, sino ateo, y por tanto asumiría una determinada fe; la de que Dios no existe.
Para entender el papel de la religión en el Estado liberal, un autor como Jürgen Habermas puede ser de gran utilidad. Él es el filósofo vivo representante del republicanismo kantiano más influyente de la izquierda liberal y socialdemócrata.
Lo que dice sobre la religión en “ Las bases morales prepolíticas del Estado liberal” y otros textos posteriores no puede ser ignorado por quienes se alinean con aquellas doctrinas. Por razones de espacio me limito a señalar siete criterios sobre la religión y el espacio político-público:
1) El patriotismo constitucional no significa solo que los ciudadanos hagan suyos los principios abstractos de la Constitución, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto, que tienen en el contexto histórico de su propia historia nacional.
2) La expresión postsecular, sostiene Habermas, devuelve a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, que vienen bien a todos.
3) Afirma que “no puede reducirse el hecho religioso a una adaptación a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión”.
4) Señala un criterio contra el supremacismo de la mundanidad: las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo religioso que están en competencia con ellas.
5) También clarifica la interpretación de la neutralidad confesional: la neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo.
6) Señala una perspectiva que los cristianos deben aplicar: los ciudadanos secularizados ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas.
7) Expresa un deber y derecho que demasiados cristianos han olvidado: “La normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de estas en el sentido de que con ello les queda abierta la posibilidad de, a través del espacio público-político, ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto”.
Me gustaría dar un paso más en estas consideraciones abordando la cuestión más específica del cristianismo. Lo haré de la mano de Antonio Negri, una persona destacada de la izquierda revolucionaria y su obra Imperio , y de otro libro magnífico, Dominio , del historiador Tom Holland. Será en otra ocasión.